viernes, 5 de noviembre de 2010
Desembarco de los Treinta y Tres Orientales
Cuando nuestro país estaba dominado por los brasileños, un grupo de patriotas cruzó el río Uruguay constituyendo una serie de victorias que les llevaría a la independencia. Este acontecimiento se conoce como Cruzada de los Treinta y Tres, o Cruzada Libertadora
autor: www.lamochila.com.uy
El desembarco fue el 19 de abril de 1825. Los orientales, que querían liberar el país de los brasileños, decidieron buscar apoyo para hacerlo. Con ese fin, algunos emigraron a Buenos Aires para pedir ayuda a las autoridades bonaerenses. Juan Antonio Lavalleja fue elegido jefe de ese grupo de patriotas.
Éste organizó la revolución y realizó todos los preparativos desde el territorio argentino.
Cuando se ultimaron todos los detalles, los revolucionarios empezaron el viaje desde la costa de San Isidro hacia su patria.
Se reunieron en la isla de Brazo Largo. Partieron en dos grupos y en unos lanchones cruzaron el río Uruguay por la noche, tratando de no ser vistos por los brasileños.
En la madrugada del 19 de abril de 1825, desembarcaron en la playa de La Agraciada. Allí desplegaron la bandera de tres franjas horizontales roja, azul y blanca.
Atanasio Sierra, uno de los cruzados, narró el momento vivido luego del desembarco:
“Estábamos en una situación singular. A nuestra espalda el monte, al frente el caudaloso Uruguay, sobre cuyas aguas batían los remos de las tres lanchas que se alejaban; en la playa yacían recados, frenos, armas de diferentes formas y tamaños; aquí dos o tres tercerolas; allá un sable aquí una espada, más allá un par de pistolas; ponchos por un lado, sombreros por el otro, todo mezclado aún como se había desembarcado. Este desorden, agregado a nuestros trajes completamente sucios, rotos en varias partes y que naturalmente no guardaban la uniformidad militar, nos daba el aspecto de verdaderos bandidos”.
El gran amor a la patria que los impulsaba se resumía en el lema de su bandera: “Libertad o muerte”.
El juramento de liberar la patria o morir por ella, que hicieron en el momento del desembarco, quedó registrado en un óleo de Juan Manuel Blanes años después.
INFORMACIÓN COMPLEMENTARIA
En la Crónica general del Uruguay de Washington Reyes Abadie y Andrés Vázquez Romero, editado por Ediciones de la Banda Oriental, se relata de la siguiente manera el desembarco de los Treinta y Tres Orientales y los hechos que precedieron a ese momento histórico.
Fracasado el intento emancipador del año 1823, cupo a Juan Antonio Lavalleja encabezar un nuevo plan para liberar la Provincia Oriental del repudiado régimen cisplatino.
En la temeraria empresa habrán de conjugarse –como el mismo Jefe oriental lo consigna en memoria escrita años más tarde– el eco de “la jornada de Ayacucho”, la esperanza del apoyo del Libertador Bolívar y los estímulos de Estanislao López, el viejo caudillo artiguista de Santa Fe, y de otros federales de Buenos Aires –Manuel Dorrego y Juan Manuel de Rosas, entre ellos– con la decisión patriótica de los emigrados en Buenos Aires.
Gestada en un clima de entusiasmo popular y de auténtica fraternidad americana, los cruzados orientales –como se verá– debieron afrontar su empresa libertadora, prácticamente, solos. El titulado “Gobierno Nacional”–dividido entre la voluntad de Las Heras y la sigilosa cautela del unitario Manuel José García– dejó hacer a los conjurados sin poner obstáculos a sus preparativos –y hasta facilitándolos–, pero, desconfiando de su éxito y, sin duda, también, de sus ostensibles vínculos con los federales opositores, procuró evitar todo compromiso que pudiera arrastrarlo a una guerra con el poderoso Imperio vecino y hacerle perder el poder. Se empeñó, entonces, en una elaborada gestión diplomática ante Bolívar, aparentando ideales de unión hispanoamericana y de frente común de republicanos contra monárquicos, al solo efecto de imponer las más favorables condiciones posibles para la oportuna mediación inglesa. Únicamente, pues, fueron el empuje de Lavalleja y sus bravos y la rotunda afirmación de independencia y unión platense de la Florida, los hechos que llevaron, finalmente, a dicho gobierno, a tener que encarar la guerra con el Brasil por la emancipación oriental.
Los “emigrados orientales”
La entrada de Lecor a Montevideo marcó el comienzo de una política de represión y dureza con los comprometidos con el movimiento emancipador, que se tradujo en órdenes de destierro, confiscaciones de bienes y hasta prisión, en flagrante violación de las cláusulas del convenio suscrito el 18 de noviembre de 1823 entre los generales portugués y brasileño.
Entre las víctimas de esas disposiciones, se contaron el Canónigo Pedro Vidal; José Catalá y Codina, director de la escuela de la Sociedad Lancasteriana; Fray Lázaro Gadea, su ayudante, y Zenón Piedra, ex franciscano. Jaime Zudáñez, asesor del Cabildo y Francisco Araúcho, Secretario del mismo, fueron privados de sus empleos.
Por lo demás, habían podido escapar a la persecución, según narra Lorenzo Justiniano Pérez, “todos los jefes comprometidos con el Cabildo en la defensa de la plaza”; que “emigraron a Buenos Aires”. Y Juan Spikerman estimaba el número de emigrados en “ciento y tantos orientales entre jefes, oficiales y algunos particulares”.
Por su parte, Lavalleja refiere que, mientras duró su estadía en Santa Fe, siguió cultivando la amistad del gobernador Estanislao López “y este señor, ya fuera por vernos desgraciados o por patriotismo, siempre alimentaba la esperanza a Lavalleja; el caso es que le propuso que él creía había algún modo como pelear a los portugueses, que dejara en pie aquella compañía –la que se reclutó en 1823– con los mismos oficiales orientales que la forman y aquellos que le merecieran mayor confianza, pues era preciso mucha reserva y que él pagaría dicha fuerza con los fondos de la Provincia ínterin estuvieran al servicio de ella; en esta época (febrero de 1824) cumplió legalmente su tiempo el Gobernador Mansilla y fue nombrado el señor don León Solas, amigo de Lavalleja. El Gobernador López le propuso a Lavalleja fuera a hablar con Solas, que le daría una carta de recomendación y que en ella le aseguraría también su protección en lo que estuviera de su parte, sin comprometer la dignidad de su Gobierno”.
“Alimentado con esta esperanza –continúa Lavalleja en su manuscrito–, marchó inmediatamente a hablar con Solas. Este señor le hizo la oferta de un escuadrón pronto, dándole 3.000 pesos para prepararlo, y acordaron que para el día 1º de octubre estaría pronto en Mandisoví, y que a efectos consiguientes nombraría un Comandante de toda confianza para que se pusiese a las órdenes de Lavalleja; efectivamente, todo se convino y Lavalleja marchó a Buenos Aires a preparar los recursos necesarios para la empresa en el tiempo indicado”.
Pero “la contestación del señor Solas fue evadiéndose, diciendo que se hallaba ligado por el tratado cuadrilátero, y que sería un compromiso muy grande para él y particularmente para la Provincia de su mando, pues si los portugueses lo invadían, los demás de la liga lo dejarían en la estacada y que por consecuencia no podía ser”.
Lavalleja, entonces, arrendó en Buenos Aires el saladero de Pascual Costa –personaje de arraigo entre el elemento popular de las orillas y al que el señoritismo unitario llamaba, despectivamente, “don Pascualón”– para distraer a los portugueses que observaban todos sus movimientos y dar empleo a sus compañeros de emigración. Como el capital que tenía era poco, en setiembre de 1824 solicitó préstamos a los montevideanos Andrés Cavaillón y Francisco Joanicó.
En Buenos Aires, el grupo principal de orientales que decidió emprender la Cruzada Libertadora comenzó a reunirse en la sastrería de José Pérez y Antonio Villanueva, regenteada por el montevideano Luis Ceferino de la Torre. Asimismo se realizaban reuniones en el saladero de Costa, en Barracas, y en el del también montevideano Pedro Trápani, en la Ensenada de Barragán.
Pedro Trápani se encontraba radicado en la vecina orilla desde 1812, en cuyo año se había asociado al primer saladero instalado en la Provincia de Buenos Aires con los comerciantes ingleses Roberto Ponsonby Staples y Juan Mac Neile. Su vinculación con Ponsonby Staples –agente oficioso y luego cónsul de Inglaterra– habría de facilitarle el trato del plenipotenciario Lord John Ponsonby –sobrino de Ponsonby Staples– quien así pudo ejercer influencia decisiva para formar la opinión de Lavalleja sobre la independencia oriental.
El aludido grupo de conjurados estaba integrado por Juan Antonio Lavalleja, Manuel Oribe, Manuel Lavalleja, Simón del Pino, Manuel Meléndez, Pedro Trápani y Luis Ceferino de la Torre. Pronto se acrecentaría con la incorporación de Atanasio Sierra, Manuel Freyre y Basilio Araújo. Cabe agregar que en el saladero de Pascual Costa desempeñaba tareas Juan Spikerman y en el que era asociado Pedro Trápani, ubicado en la Ensenada de Barragán, trabajaban Juan y Ramón Ortiz y Juan Acosta.
Las autoridades brasileñas conocían estas reuniones secretas y no dejaron de advertir lossíntomas anunciadores de la próxima rebelión. Existen publicadas numerosas comunicaciones del Cónsul del Brasil en Buenos Aires, Simpronio Pereira Sodré al Barón de la Laguna; de José Florencio Perea al mismo y del propio Lecor a las autoridades del Brasil, así como de confidentes secretos que Lecor tenía en Buenos Aires y que le escribían ocultos bajo diferentes seudónimos.
Al llegar enero de 1825, varios hechos conmocionaron la opinión pública en Buenos Aires: la instalación del Congreso General de las Provincias, la sanción por este de la Ley Fundamental del día 23 que renovaba “el pacto federal”, la iniciación de las gestiones del Cónsul Woodbine Parish para la celebración de un tratado de Amistad y Comercio con Inglaterra y la noticia –el día 21– de la victoria americana de Ayacucho.
Caravanas de jóvenes de todos las clases –dice un cronista– marchaban a discreción al compás de alegres músicas. Recorrían la ciudad vitoreando a la Patria y a los vencedores de Ayacucho, pasaban a congratular a los representantes de la Nación, deteniéndose a ratos frente a la casa de algunos viejos patriotas para escuchar los discursos de no pocos oradores improvisados”.
Por su parte, José Antonio Wilde, en su “Buenos Aires desde 70 años atrás” (1881), agrega: “En la noche del 22 hubo una representación dramática en nuestro teatro Argentino, antecediendo la Canción patriótica en medio de estrepitosos vivas a la Patria, a Bolívar, a Sucre”.
“Las fiestas duraron tres noches y el entusiasmo era inmenso” –prosigue–. “El café de la Victoria estaba completamente lleno, lo mismo que toda la cuadra. Allí se sucedían los brindis patrióticos [...] Grandes grupos con música y banderas desplegadas, recorrían las calles cantando la «canción» y vivando en las casas de los patriotas. Varios banquetes se dieron en el afamado hotel de Faunch. Cubrían las paredes las banderas americanas y la inglesa, entre las que aparecían retratos de Bolívar y de Sucre. La banda tocó «God save the King» al brindarse por el Rey de Inglaterra”. En la ocasión, dijo el cónsul Parish: “Nuestro tratado es un suceso que os coloca en el rango de las naciones reconocidas del mundo, suceso debido enteramente a vuestros propios esfuerzos y a la libertad política aquí adoptada”.
En Montevideo, asimismo, un grupo de patriotas, a pesar de la severa vigilancia de Lecor, celebró con alborozo la gran victoria americana. En oficio del 4 de febrero de 1825, Santiago Sáinz de la Maza informaba a Lecor que “en un tambo a extramuros de esta Plaza, había tenido lugar una merienda concurridísima de gentes exaltadas, con el fin de celebrar la para ellos fausta noticia, a que se siguieron brindis chocantes con los principios de paz, orden y buena armonía, tan encargados por S.M. el Emperador y que la suma prudencia que en V. E. resplandece ha procurado en beneficio público con todo esmero sostener”.
“La batalla de Ayacucho, ganada por los patriotas en diciembre de 1824, que decidió de los destinos de la América española, inflamó el patriotismo de los emigrados, que reunidos en la casa de comercio que regenteaba don Luis Ceferino de la Torre, firmaron espontáneamente un compromiso, jurando sacrificar sus vidas en la libertad de su Patria, dominada por el Imperio del Brasil”, afirma, por su parte, el citado de la Torre. Y entre los montevideanos, Juan Francisco Giró se hacía eco de las esperanzas que suscitaba la presencia del Libertador Bolívar en el Alto Perú, en carta a Santiago Vázquez: “Por lo que hace a Patria desde acá y de allá todo lo dice: VIVA BOLÍVAR!”.
Esta esperanza puesta en Bolívar para imponer con su prestigio y la fuerza de sus armas victoriosas, si fuera necesario, la independencia oriental al Imperio del Brasil, explica el oficio al Libertador de que fue portador Atanasio Lapido. El confidente de Lecor en Buenos Aires, que se ocultaba con el seudónimo de Guillermo Gil, así lo hacía saber al Barón de la Laguna, en carta del 2 de abril de 1825:
“Por mi primera, fecha 21 del próximo pasado, estará Ud. enterado que los opositores mandaron una comunicación a Bolívar y que todavía no la había visto. Ahora hace pocos días que lo efectué y ésta es a nombre de los Orientales, tanto de los que están emigrados en éste como los de ésa; va firmada por unos y por otros; los de ésta firmaron todos y por los de ésa: Giró, Blanco, Juan Benito; los Pérez, Manuel y Lorenzo; Pereyra, Gabriel; los Vidal, Manuel, Daniel, Carlos y José; los Ellauri, León y Rafael; Payán, Cipriano; Antuña y otros muchos, que no me ha sido posible retener en la memoria ni tampoco sacar copia”.
“Él se dirige a pedir protección al dicho Bolívar, haciendo una larga referencia de los últimos sucesos de esa Banda, la decisión en que están sus habitantes para echar a los portugueses y al mismo tiempo incriminando a ese Gobierno. La mandaron con un tal Atanasio Lapido, con dinero e instrucciones, para poner en ridículo las fuerzas portuguesas, la apatía de este Gobierno y su marcha, al mismo tiempo que exageran los grandes sacrificios que están dispuestos a hacer por la causa de la Libertad; y para mayo aguardan la contestación”.
Reconfortados en sus ánimos por la esperanza del apoyo bolivariano y contando con la simpatía de la opinión y de los líderes del partido federal bonaerense, los conjurados se dieron a la tarea de reunir fondos para su empresa libertadora.
En esta gestión fue de primera importancia la acción de Pedro Trápani. Por sus conexiones empresarias, recaudó, con Gregorio Gómez, la cantidad de 16.200 pesos. Una reseña de la época, dice así:
“Razón de las cantidades que han entrado en poder de don Pedro Trápani, procedentes de una suscripción que dicho Señor y don Gregorio Gómez abrieron con el objeto de socorrer a la Provincia Oriental: y de los que con el mismo objeto les ha suministrado el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires: D. Miguel Riglós, $ 1.000; D. Ramón Larrea, $ 1.000; D. Félix Alzaga, $ 500; D. José María Coronel, $ 500; D. Manuel Haedo, $ 500; D. Pedro Lezica, $ 1.000; D. Juan Molina, $ 500; El Amigo de los Orientales, $500; J.G., $ 500; D. Miguel Gutiérrez, $ 500; D. Esteban Eastman, $ 700; D. Miguel Maun, $ 200; D. Manuel Lezica, $ 500; D. Alejandro Martínez, $ 1.000; D. Ramón Villanueva, $ 500; D. Juan Pablo Sáenz Valiente, $ 500; D. Julián Panelo y Cía., $ 500; D. Juan Pedro Aguirre, $ 500; D. Mariano Fragueiro, $ 300; D. Ruperto Albarellos, $ 500; D. Juan Arriola, $ 500; D. Lucas González, $ 500; D. Lorenzo Uriarte, $ 500; D. Juan, D. José y D. Nicolás Anchorena y Rosas, $ 3. 000. Total, $ 16.200”.
Integraban esta nómina importantes figuras del partido federal bonaerense, en su mayoría hacendados y saladeristas interesados en que la Provincia Oriental volviera a la unión platense para obtener tierras y ganados necesarios para dar satisfacción a la creciente demanda de carnes saladas y lograr mejores oportunidades de competencia con los saladeros riograndenses, beneficiados por las arreadas clandestinas de ganados orientales y la mano de obra esclava. No faltó tampoco el apoyo financiero de los ingleses: Francisco Joaquín Muñoz escribía a Lavalleja: “Dinero tendremos y cuente Ud. con todo el que se necesite [...] con acuerdo de nuestro amigo Trápani hemos convenido con la casa Stuart que entregue todas las cantidades”. Al 31 de enero de 1826 –según los prolijos registros de Pedro Trápani, conservados en la Biblioteca Nacional– la colecta de fondos alcanzaba a $ 159.166.
A pesar de la actitud oficial de neutralidad, el gobierno de Buenos Aires también cooperó, con aportes en armas, algún dinero y un lanchón entregado a Lavalleja, el 11 de abril de 1825.
En cuanto a las armas, Manuel Oribe logró, por intermedio del fuerte comerciante español José María Platero, avecindado en Montevideo, retirar “unas 200 tercerolas que desde el año 1823 tenía depositadas en la Aduana –narra en sus memorias, Luis Ceferino de la Torre– que le fueron cedidas generosamente y despachadas por el vista don Gregorio Gómez con conocimiento del objeto a que se destinaban”.
Respecto de la bandera que debía simbolizar el objetivo de la empresa, “se adoptó –dice de la Torre en su «Memoria»– la tricolor que había usado la Provincia Oriental cuando la invadió el ejército portugués, con el agregado en el centro de «Libertad o Muerte» consecuente con el juramento prestado”. Y agrega el citado memorialista que, con ese diseño, construyó dos “con sus propias manos”.
Se designaron, también, emisarios encargados de sondear en la campaña oriental la opinión de los caudillos locales y de comprometerlos para la próxima cruzada. Manuel Lavalleja, Atanasio Sierra y Manuel Freire –los designados para esta delicada tarea–, marcharon llevando cartas de Lavalleja en los bastos de sus recados.
Los comisionados “luego se dirigieron a Montevideo –dice don Luis Revuelta– comunicándose con personas cuyos sentimientos patrióticos conocían. Recordamos habérsenos citado por Manuel Freire a las siguientes personas, que aceptaron entusiastas las ideas y se pusieron con decisión a su servicio: Juan Arenas, oficial en esa época al servicio del Brasil, pero patriota de corazón; los Burgueño, los Figueredo, los Latorre y los Caballero, y la señora doña Josefa Oribe de Contucci”.
Entre los trabajos cumplidos por los conjurados cabe destacar la sublevación del batallón de Pernambucanos –cuyos clases y soldados de color mantenían el ideal republicano– llevada a cabo por doña Josefa Oribe de Contucci. Esta “patriota entusiasta –narra de la Torre– logró seducir a los sargentos, que en prueba de su decisión remitieron a Buenos Aires un Acta de compromiso y pidiendo una persona que se pusiese a la cabeza, pero se creyó conveniente retardarlo hasta que al frente de Montevideo los patriotas pudiesen proteger el movimiento”. Agrega de la Torre que él remitió de su peculio 18 onzas de oro para que fuesen repartidas entre los sargentos, y tres cajones de cartuchos a bala que clandestinamente consiguió extraer del Parque de Buenos Aires y que fueron conducidos a Montevideo en el paquete “Pepa”, al mando del capitán Santiago Sciurano, alias “Chentopé”, “a ser entregados a la misma señora Oribe, con quien se entendían los sargentos”. Conocedora la señora de Contucci del estado de ánimo de los sargentos pernambucanos, por sus criados y sirvientes, con los cuales tenían aquellos estrechas relaciones, había salido airosa en la arriesgada empresa de hacer sublevar el batallón.
El gesto de la realizadora de esta arriesgada conspiración tiene por sí mismo demasiada elocuencia y relieve para agregarle un comentario. Baste señalar que “la perspectiva terrible de la Isla das Cobras no doblegaba su audacia” –expresa bellamente Juana de Ibarbourou–. “Y eso que Lecor, desconfiado o ya puesto en autos, extremaba las medidas preventivas, haciendo del «Peirajó», anclado en nuestro puerto, cárcel flotante para los sospechosos de patriotismo activo”.
La sublevación proyectada fracasó: cuando los pernambucanos, como todos los habitantes de Montevideo, el 7 de mayo de 1825, divisaron en la cumbre del Cerrito a los primeros milicianos de la vanguardia patriota, prorrumpieron en gritos y exclamaciones y fueron presos.
“Otro acto de abnegación y arrojo es atribuido a la Sra. Oribe de Contucci por los cronistas de la época”, narra Julio Lerena Juanicó, en artículo publicado por Juan E. Pivel Devoto y Alcira Ranieri de Pivel, en “La Epopeya Nacional de 1825”:
“La capital se hallaba sitiada, ya, por las huestes patriotas, y un choque sangriento había tenido lugar entre los adversarios. En la línea de aquéllos faltaban instrumentos de cirugía, que era necesario obtener rápidamente; y doña Josefa concibió la idea de procurarlos en la plaza misma contra cuyos dominadores se guerreaba.
Entretanto, ¿cómo entrar a ella? A la heroína no le arredran los obstáculos ni los graves riesgos inherentes a ello.
Decidida, pues, a afrontarlos, resuelve disimular su propia identidad bajo el aspecto de una humilde lavandera. Ciñe al cuerpo rústica vestimenta que pueda darle apariencia de tal, se oscurece la piel con negro de humo, y completa el avío con dos líos de ropa que dispone sobre uno y otro flancos de un mísero caballejo.
Y logra, así, sorprender la vigilancia de la guardia de uno de los portones de acceso a la plaza.
Adentro ya, se dirige el domicilio del Dr. José Pedro de Oliveira, amigo suyo en los días de paz. Es en esta última condición, e invocando sagrados sentimientos, que aborda al Cirujano Mayor del Ejército Imperial.
Este rechaza la petición, en un principio. En efecto: deferir a ella constituiría una violación de las obligaciones que le conciernen como militar asimilado y como brasileño.
Frente a esa resistencia, la dama oriental mantiene su porfiado reclamo e invoca a ese efecto, deberes de humanidad que están muy por encima de otros de índole cualquiera.
Derrotado por tan generosa dialéctica, el noble médico transige al fin, y entrega a su no menos noble vencedora, la ansiada caja de material quirúrgico.
La que, horas más tarde, entraba a desempeñar, en la lacerada carne de las primeras víctimas del asedio, la función para la cual había sido creada”.
En la campaña, quedó comprometido don Tomás Gómez a reunir las caballadas necesarias para los que iban a desembarcar en la costa del Uruguay.
En estos preparativos, se pensó, necesariamente, en Fructuoso Rivera que, más allá de toda discrepancia, era el hombre-clave para insurreccionar la campaña.
Ya en julio de 1824, Lavalleja escribía al gobernador de Entre Ríos, León Solas: “Si es que se verifica la entrevista con Rivera, permítame decirle que tenga mucho cuidado porque es el demonio...”.
El comisionado para entrevistar a Rivera fue Juan Manuel de Rosas. Este “habló de su deseo (a fin de alejar toda sospecha)” –explica Adolfo Saldías– “de comprar campos en el Litoral, para poblarlos en unión de sus primos los Anchorena; y como era notorio su genio emprendedor para dilatar la industria pastoril y agrícola en las que tenía empleada su ya cuantiosa fortuna, nadie imaginó cuál era el verdadero motivo de su viaje. Al efecto se dirigió a Santa Fe y visitó con otras personas los campos conocidos por el «Rincón de Grondona». De aquí pasó a Entre Ríos donde visitó otros campos y con el mismo pretexto pasó a la Banda Oriental. Aquí se puso al habla con el coronel Fructuoso Rivera, antiguo conocido de la casa de Ezcurra, y para quien llevaba una carta del mismo Lavalleja. En seguida repartió las invitaciones de éste entre los vecinos influyentes y decididos, como asimismo los recursos para que se pusiesen en acción sin pérdida de tiempo, replegándose sobre Rivera, quien debía incorporarse a la revolución con su regimiento”.
Por su parte, Gregorio Lecocq –viejo amigo de Rivera –le escribía al caudillo, el 24 de diciembre de 1824, adjuntándole cartas de Estanislao López y de León Solas, y al invitarlo a plegarse a la proyectada cruzada de liberación, fijaba la consigna del movimiento, en estos términos:
“Los buenos patriotas nos lisonjeamos de que no esté lejos ya el día en que raye la libertad del Pueblo Oriental: la incorporación a las provincias hermanas, será la más fuerte barrera que presentaremos a los que por más tiempo juzgan dominarnos...”.
Y un mes más tarde, al comunicarle la victoria de Ayacucho, le repetía:
“Las Provincias del Alto Perú que pertenecían a la Unión Argentina, por tan completa victoria vuelven a ser parte integrante de esta Gran República que hoy día está reunida en Congreso” y agregaba:
“El Congreso se empeña con actividad en eso (la unión de todas las provincias); y lo único que resta es la Provincia Oriental para integrar el territorio de la Nación”.
Estas y otras solicitaciones que le iban llegando, de amigos y personajes influyentes, debieron sumir en cavilaciones a don Frutos: no podía negar el sentido de patria y hermandad platense que encerraban, pero, al mismo tiempo, tales invocaciones procedían de muchos que habían sido, en tiempos no muy lejanos, activos logistas monárquicos y fervorosos centralistas; y aun entre los federales bonaerenses, la figura principal era la de Manuel Dorrego, el vencido de Guayabos.
A pesar de que Rivera mantenía informado al Barón de la Laguna sobre sus contactos con los patriotas y este se manifestaba satisfecho de la lealtad del prestigioso Comandante General de Campaña, entre los más avisados agentes brasileños existían dudas sobre la actitud que, en definitiva, podría asumir el caudillo. En tal sentido, cabe recordar la comunicación de Florencio Perea a Lecor, del 19 de febrero de 1825, donde aquel confidente, estratégicamente ubicado en el litoral entrerriano del Uruguay, expresa:
“Como dentro de ocho días debemos abrazarnos, nada quiero extenderme en particularidades, sólo diré a V. E. que Frutos Rivera dijo a un vecino de este pueblo, en Canelones, que muy pronto estaría sobre el Uruguay. Si es en comisión, muy aventurada comisión; si es de motu propio, Santo Dios...”.
Por su parte, Lavalleja envió a Basilio Araújo para comprometer a Andrés Latorre, el que, desde el litoral del Uruguay, debía amagar una invasión por el Hervidero para distraer fuerzas brasileñas.
La expedición libertadora
Juan Spikerman, en su diario, declara que el 1º de abril de 1825 se embarcaron a las 12 de la noche, en la costa de San Isidro, en un lanchón, los nueve primeros individuos de la expedición, desembarcando y acampando en una isla formada por un ramal del Paraná, llamada Brazo Largo. Los nueve individuos eran: Manuel Oribe, Manuel Freire, Manuel Lavalleja, Atanasio Sierra, Juan Spikerman, Carmelo Colman, Sargento Areguatí, José Leguizamón (a) Palomo y el baqueano Andrés Cheveste. Con los nombrados, se sabe que arribó también el cadete Andrés Spikerman.
En sus investigaciones para establecer el verdadero punto de partida de este primer grupo de orientales, el historiador argentino Enrique de Gandía logró establecer que el mismo fue el llamado, en la época, “puerto Sánchez” –por el nombre del propietario de la zona, Cecilio Sánchez– y conocido, actualmente, por “puerto Pintos”, ubicado en el predio que hoy ocupa el Club Náutico San Isidro.
Por su parte, Lavalleja y el resto de los cruzados que habían partido algunos días después, fueron demorados por un fuerte temporal que los arrojó hacia el sur, sobre la costa del Salado, y recién pudieron reunirse con sus compañeros, en la isla de Brazo Largo, el día 15.
Durante la permanencia del primer grupo en el Brazo Largo en espera del resto de los cruzados, Manuel Oribe, Manuel Lavalleja y el baqueano Andrés Cheveste pasaron a la costa oriental para entrevistarse con Tomás Gómez y convenir el día y el punto donde debía esperar con caballadas a los expedicionarios. Vueltos a la isla, aguardaron el arribo de la segunda expedición unos diez días más, al cabo de los cuales “don Manuel Lavalleja y don Manuel Oribe, genios impacientes y movedizos” –recuerda Domingo Ordoñana– “determinaron irse con Cheveste a inquirir la causa de aquel silencio y buscar qué comer, que por lo pronto era la primera necesidad que había que satisfacer. Al llegar a tierra la noche era oscura, y casi a tientas dieron con una carbonería, cuyo dueño los llevó a la inmediata estancia de los Ruiz, quienes les explicaron que don Tomás Gómez había sido descubierto, teniendo que escaparse para Buenos Aires, y que las caballadas de la costa habían sido recogidas e internadas, Cuando Ruiz concluyó su narración, Oribe le contestó resueltamente: «Pues, amigo, nosotros vamos a desembarcar, aunque sea para marchar a pie; mientras tanto, vean de darnos un poco de carne, porque nos morimos de hambre en la isla». Vista por los hermanos Ruiz la decisión de los expedicionarios, convinieron en favorecer resueltamente sus intentos, en hacer las señales de aproximación, en aprontar los caballos, en hablar con algunos amigos y en evitar cualquier choque extemporáneo con aquel terrible Tornero (jefe brasileño que vigilaba la costa del Uruguay)”.
Reunidos todos los expedicionarios, el día 18, según Spikerman, “nos embarcamos en los dos lanchones y navegamos durante la noche, hasta ponernos a la vista de la costa oriental, a fin de hacer la travesía del Uruguay, en la noche del 19. El río estaba cruzado por lanchas de guerra imperiales, y, por consiguiente, emprendimos marcha en esa noche. A las siete, habiendo navegado como dos horas, nos encontramos entre dos buques enemigos, uno a babor y otro a estribor; veíamos sus faroles a muy poca distancia; el viento era sur, muy lento, y tuvimos que hacer uso de los remos. A las 11 de la noche desembarcamos en el Arenal Grande, costa del Uruguay”.
La versión de Luis Sacarello, marinero de uno de los lanchones, que difiere, en parte, con la de Spikerman, permite, sin embargo, establecer algunas precisiones sobre la forma y el lugar del desembarco de los cruzados. Sobre el particular, dice este memorialista: “...A la noche siguiente, del 18, se nos dio la voz de silencio y palada seca, por el temor que había a la vigilancia de los cruceros brasileños, y en cuanto llegamos a la Punta Gorda bajaron a tierra dos hombres, que volvieron pronto. Empezamos a costear río arriba hasta Punta Chaparro, en donde bajaron los dos hombres; seguimos a Casa Blanca (estancia), y allí bajaron y hablaron los dos hombres con un austríaco –según de Gandía, siguiendo a Domingo Ordoñana, era carbonero y se llamaba Albarrachan – que tenía inmediato a la costa un rancho, quien dio la noticia de que la gente que buscábamos se hallaba en el Rincón, entre el monte, y entonces fuimos hasta la Punta de Amarillo, que es la de San Salvador, en donde desembarcaron todos [...] Parece que allí encontraron gente reunida y entonces se internaron y nosotros nos volvimos para Buenos Aires”.
La playa de Arenal Grande era también denominada, popularmente, “de la graseada” por las faenas que en ella solían tener lugar para beneficiar las grasas y sebos de los vacunos faenados, de donde derivaría luego el “Agraciada” que lleva el actual arroyo que en ella desemboca. La imprecisión de los relatos determinó diferentes opiniones en la historiografía nacional respecto del verdadero lugar del desembarco. En prolijo estudio, el Cnel. Oscar Antúnez Olivera determina la punta de Amarillo o del Arenal Grande como el lugar del desembarco.
Atanasio Sierra, uno de los cruzados, narra así el momento vivido por los expedicionarios luego del desembarco:
“Estábamos en una situación singular. A nuestra espalda el monte, al frente el caudaloso Uruguay, sobre cuyas aguas batían los remos de las tres lanchas que se alejaban; en la playa yacían recados, frenos, armas de diferentes formas y tamaños; aquí dos o tres tercerolas; allá un sable aquí una espada, más allá un par de pistolas; ponchos por un lado, sombreros por el otro, todo mezclado aún como se había desembarcado. Este desorden, agregado a nuestros trajes completamente sucios, rotos en varias partes y que naturalmente no guardaban la uniformidad militar, nos daba el aspecto de verdaderos bandidos”.
“Desde las once de la noche del 19 hasta las nueve de la mañana del 20, nuestra ansiedad fue extrema. Continuamente salíamos a la orilla del monte y aplicábamos el oído a la tierra por ver si sentíamos el trote de los caballos que esperábamos. Lavalleja se paseaba tranquilamente al lado de un grupo de sarandíes, y habiéndosele acercado don Manuel Oribe y Zufriategui diciéndole que eran las seis de la mañana y no llegaba Gómez con los caballos, les respondió sonriéndose: «Puede ser que Gómez no venga porque los brasileros lo tendrán apurado; pero Cheveste volverá, y con caballos; es capaz de sacarlos de la misma caballada de Laguna». Cuando don Tomás Gómez, acompañado de Cheveste y don Manuel Lavalleja, llegaron con los deseados caballos, hubo muchos de nosotros que se abrazaron al pescuezo de éstos dándoles besos como si fuesen sus queridas”.
La escena del desembarco tuvo su primera representación plástica en el óleo de Josefa Palacios, natural de Colonia, alrededor de 1854, que se conserva en el Museo Histórico Nacional. Pero, sin duda, el hecho ha sido noblemente perpetuado en toda su significación por el pintor nacional Juan ManueI Blanes, en su conocida tela de 1878. En esta, el artista –según explicara en “Memoria” presentada a la “Sociedad de Ciencias y Artes”, el 5 de enero de 1878– aceptó como verosímil el juramento tomado por Lavalleja a los cruzados, como, asimismo, el número tradicional de “Treinta y Tres” para el núcleo de los libertadores.
Dan base para la verosimilitud del juramento las memorias de Luis de la Torre y Juan Spikerman que concuerdan en el hecho. El primero, dice que Lavalleja “con la rodilla en tierra desplegando las dos banderas juran ante Dios y por la Patria libertarla del poder extranjero o perecer en la lucha”; y el segundo, expresa que “nuestro jefe Lavalleja tomó la bandera y nos dirigió una proclama llena de fuego y patriotismo a la que contestamos con el mismo ardor jurando llevar adelante nuestra empresa de Libertad o Muerte”.
En lo que respecta al número tradicional de “Treinta y Tres” era, en la época que Blanes hizo su cuadro, un hecho admitido, fundado en una lista hecha llegar por el Dr. Joaquín Requena a la “Comisión Delegada para la erección del Monumento Conmemorativo a la Independencia de la República”, que presidía el Gral. Bernabé Magariños, en comunicación del 19 de octubre de 1876. “Considerada oficial por decreto 109 de 1975, a los efectos de todos los homenajes a realizarse en ese «Año del Sesquicentenario de los Hechos Históricos de 1825», se consideraba extraviada y perdida definitivamente, pero tuvimos la satisfacción de ubicarla” –expresa Aníbal Barrios Pintos en “Los Libertadores de 1825”– en el Archivo General de la Nación”.
Se trata de una lista, redactada en Montevideo, el 28 de julio de 1830, por Manuel Oribe y certificada por Lavalleja, destinada a señalar los nombres de los libertadores para que éstos pudieran optar a los premios decretados por la Asamblea el 14 de julio de 1830.
En 1946, el investigador compatriota Jacinto Carranza demostró en su obra “¿Cuántos eran los Treinta y Tres?” que existían diecisiete listas distintas de los libertadores de 1825, alguna de ellas repetida y, en algún caso, publicada impresa, sin que se conozca su original manuscrito.
Por lo pronto, una sola fue publicada en el año 1825, el 26 de noviembre, en “El Argos de Buenos Aires” y la misma menciona solamente 23 cruzados como “los únicos” que acompañaron a Lavalleja desde Buenos Aires, pero asimismo afirma que el número 33 se completó cuando aquellos ya se encontraban en suelo oriental. (Véase nómina Nº 2).
Pero el tema queda definitivamente esclarecido por el informe y relación formulados por Manuel Oribe por disposición del Gobierno de la República, el 21 de febrero de 1832, que establece el número de cuarenta para el contingente de los cruzados.
La diferencia entre la lista oficial y la formulada por Oribe en 1832 es, por consiguiente, de siete soldados. Según “El Correo” de Montevideo, en su edición del 20 de abril de 1830, Matías Álvarez, Tiburcio Gómez, Miguel Martínez, Francisco Romero, Luciano Romero, Felipe Patiño (a) Carapé e Ignacio Medina se habían incorporado en las islas del Paraná.
En el núcleo de los libertadores, eran, probadamente, veintiuno, los orientales; el resto estaba conformado por tres, o quizás, cinco argentinos: Tiburcio Gómez, Simón del Pino y Gregorio Sanabria y, muy probablemente, Matías Álvarez y José Leguizamón (a) Palomo; cuatro o cinco, paraguayos: Pedro Antonio Areguatí, Francisco Romero, Luciano Romero, Felipe Patiño (a) Carapé y, casi seguramente, José Yaguareté; dos, negros africanos: Joaquín Artigas y Dionisio Oribe, criados de Manuel Pantaleón Artigas y de Manuel Oribe, respectivamente; y sin filiación conocida, cabe señalar a otros siete: Juan Arteaga, Miguel Martínez, Ignacio Medina, Santiago Nievas, José Ignacio Núñez, Roberto Ortiz y Agustín Velázquez, según cuidadosa investigación practicada por el citado Barrios Pintos.
En realidad los expedicionarios que partieron de Buenos Aires no eran treinta y tres, sino poco más de una veintena. Los nombres de estos aparecen sin discrepancias importantes en todas las listas. A ese núcleo se fueron incorporando algunos de los pobladores de las islas del Paraná donde estuvieron detenidos varios días los cruzados y quizá algunos habitantes de la propia costa oriental que pasaron a las islas para volver en la jornada del 19 de abril al suelo de la patria. Apenas desembarcados, igualmente, comenzaron en seguida a incorporarse los primeros voluntarios. Así se explican las discrepancias que existen en las diferentes nóminas, algunas de ellas confeccionadas por personajes que tenían sobrados motivos para conocer bien los hechos.
Los Treinta y Tres fueron pues tales, por algunas horas. Pero en el momento de pisar la arena de la Agraciada, fueron, sin duda, Treinta y Tres, porque ese número se ha conservado en la memoria del pueblo como símbolo de la legendaria empresa y porque los cruzados hablaron siempre de los Treinta y Tres al referirse al grupo heroico. “El hecho de que existan entre las listas que contienen treinta y tres nombres –dice el Dr. Felipe Ferreiro–, diferencias entre sí con respecto a algunos de ellos no sólo demostraría en mi concepto que nunca fue bien aclarado el grupo amorfo que acompañó a los organizadores de la empresa, sino que los 33 deben identificarse –sea cual sea el procedimiento–, dentro de las nóminas que superan dicha cifra. En estas últimas lo que debe hallarse al fin y al cabo son todos los “candidatos” que en concepto de un “33” indiscutible y de conciencia tenían derecho al inmarcesible honor de pasar por “cruzados”.
PRIMERAS CONSECUENCIAS
Internada la expedición en el territorio del país, ve multiplicarse a su paso el contingente de sus adeptos. En el trayecto hasta la barra de San Salvador "treinta o cuarenta hombres montaraces", buscan un lugar en las filas; y aquellos otros hombres, montaraces también, a su manera, los reciben con los brazos abiertos. No era raro que en un pueblo oprimido, todos los hombres montaraces se sintieran hermanos.
Próximos ya al pueblo de San Salvador, que por informes recogidos se hallaba ocupado por una fuerza enemiga como de cien hombres al mando de Laguna, la noche favorece sus planes y consiguen acercarse más, sin ser sentidos, pues los oficiales de la guarnición están de baile.[1] Advertido Laguna de la presencia de los patriotas, dispone que un oficial Balbuena vaya a reconocerlos. Al encuentro del emisario se adelanta don Manuel Lavalleja, quien preguntado por Balbuena sobre qué gente era aquélla, contesta Lavalleja: "Es la vanguardia del ejército libertador".[2] Instado para que se plegase al movimiento, Julián Laguna abandona el campo patriota después de conferenciar con Lavalleja, quien entonces le advierte "que lo iba a cargar inmediatamente".[3] Es el primer choque de las armas patriotas. La brega es corta y pronto sobreviene la dispersión de los imperiales. No exageraba don Manuel Oribe, cuando afirmaba en carta a don Luis C. de la Torre: "el 23 batimos en San Salvador a Servando Gómez y al Coronel Laguna, donde los dispersamos sin tirar un tiro y sí sólo a sable".[4] Al día siguiente entran los expedicionarios en Santo Domingo Soriano y el pueblo los recibe sin ninguna muestra de reserva. "En esta muy noble, valerosa y leal villa de Santo Domingo Soriano, puerto de la salud del Río Negro, en 24 días del mes de abril de 1825, los señores Justicia y Regimiento juntos y congregados en esta casa de nuestro Alcalde de primer voto, don José Vicente Gallegos, a pedimento del Comandante de las fuerzas armadas de la Patria, don Juan Antonio Lavalleja, que entró este día en esta villa, quien juntos nos pasó tres oficios: el 1° para que en el momento se mandaran aprestar las milicias del Departamento, que se hallaban bajo el mando de la Patria; el 2°, encargándonos el orden y sostén del vecindario y castigara a los malos, hasta la última pena si sus delitos así lo merecieran, y el 3°, privando todo auxilio a las fuerzas enemigas de la patria; cuyas contestaciones pasó nuestro Alcalde a nombre de este Cabildo; y no teniendo más que acordar, cerramos este nuestro acuerdo".[5] Con posterioridad los capitulares de Soriano dieron cuenta a Lecor "de la entrada de las fuerzas de la patria en esta Villa", y le acompañaron copia de los oficios de Lavalleja y de las contestaciones del Cabildo.[6]
La laboriosa gestación está dando sus primeros frutos. La campaña, hasta entonces oprimida, corre a agruparse en torno de los que vienen a salvarla. De linde a linde hay como un estremecimiento de nueva vida. Son las fuerzas dormidas, pero no muertas, que vuelven a recuperar el impulso inicial. "Vamos a tener patria, y si tan pronto la tenemos se lo debemos a su coraje y decisión".[7] No hacía Santiago Vázquez sino reflejar la nota dominante de este ambiente alborozado, cuando expresaba a Lavalleja: "La suerte de la Banda Oriental puede estar sujeta a accidentes y alternativas, pero jamás lo estará la carrera majestuosa que V. y sus dignos compañeros se han abierto para la inmortalidad".[8]
"La Gaceta Mercantil" de Buenos Aires es bien explícita respecto de la magnitud del pronunciamiento, cuando haciéndose eco de informes de un individuo conductor de la noticia, expresa que "quedaban con el valiente Lavalleja más de 200 hombres a los que se "agolpaban" en cada momento los desgraciados "orientes", ansiosos de vengar la opresión en que los pusieran la traición y aspiración de un Imperio".[9]
En su número del 4 de mayo refiere "El Argos" el banquete con que los ingleses habían celebrado el 23 de abril, en la fonda de Faunch, el día de San Jorge; y entre los brindis pronunciados, reproduce uno del gran patriota Pedro Trápani, cuyo tono revela las esperanzas que los sucesos alentaban en los nativos. Dice así: "Porque se consigan los esfuerzos que hacen los patriotas por libertar una pequeña parte de este continente que aún gime bajo las ignominiosas cadenas de los déspotas. Hablo, señores, de la linda y desgraciada Banda Oriental, cuyos hijos han demostrado ser tan dignos enemigos de los ingleses en la guerra como amigos sinceros de ellos en la paz".[10] El mismo periódico, en suelto del 14 de mayo, asegura que los pueblos de la Banda Oriental llegarán a ser libres de sus opresores porque sus sacrificios y su resolución así lo exigen".
Prosigamos el relato de los hechos. Mientras los cruzados tentaban sus primeros pasos, Rivera había dado cuenta a Félix Olivera, de "haber desembarcado en el Arenal Grande como 50 o 60 hombrea, los más oficiales, con Dorrego y Lavalleja", los cuales, según agregaba, "dispersaron al Coronel Laguna, que se hallaba sólo con 12 hombres en San Salvador".[11] La noticia había partido quizá de Buenos Aires, pues el Cónsul del Imperio, Pereira Sodré, anunciaba al Gobernador de la Colonia, el 18 de abril, que habían pasado para esta banda, "Lavalleja, Manuel Oribe, Alemán y juntamente algunos oficiales más con 20 o 30 soldados con bastante armamento y dinero".[12] A su vez el Gobernador de la Colonia respondía a este oficio, manifestando que "el señor brigadier don Frutos por estos días estará sobre ellos con 500 hombres".[13] El suceso de Monzón desbarata después los cálculos de los imperiales, y la revolución se extiende, rotas ya las únicas vallas que detenían todavía su natural expansión. El prodigio se cumple. Es siempre el pasado que vuelve para combinar la disposición de las cosas y dirigir las voliciones de los hombres conforme a un plan providencial. Lavalleja y Rivera están juntos otra vez. Son los hombres de 1817 que vuelven. Es la consigna y hay que cumplirla. Quizá en la noche, cuando el reflejo de los fogones iluminó con su luz mortecina y gloriosa la paz del campamento, ahora todo uno, aquellos dos hombres, que acababan de sacrificar sus rencores y reservas, debieron sentir que la suerte toda de la patria estaba en sus manos. Todo vuelve a lo que antes fue. Al cabo de los años transcurridos, las manos se estrechan y los corazones se entienden. Es el milagro de la voluntad cuando es cosa del corazón lo que la mueve.
El 2 de mayo Lavalleja escribe a su esposa, doña Ana Monterroso, desde San José: "El 19 de abril salté en tierra con los 33 patriotas; el 23 ataqué a don Julián Laguna y a Servando en San Salvador. El 24 entré en Soriano. No quise atacar a la Capilla de Mercedes por evitar un desorden en los vecinos de aquel pueblo. Continué mi marcha al interior de la campaña y tuve noticia que don Frutos venía en marcha de la Colonia a incorporarse a una fuerza de 300 portugueses que cruzaban la campaña, y ésta fue cortada por nosotros. Desatendí todas las atenciones y me propuse perseguirlo, y el 29 a las once de la mañana lo tomé con seis oficiales que le acompañaban y 50 y tantos soldados".[14]
Los patriotas siguen sin obstáculos su marcha, y después de pasar por Canelones, llegan en la mañana del 7 de mayo al Cerrito de la Victoria. "El corto escuadrón desplegóse al galope por retaguardia de la cabeza en batalla, contestando al unísono a una arenga breve de su jefe, en tanto el porta elevaba la bandera en la cumbre del pequeño calvario, sitio de históricas leyendas."[15]
Ya se insinuó antes que el acuerdo entre Rivera y Lavalleja fue un factor decisivo en la marcha de la revolución. Comprendiéndolo ellos así, quisieron hacerlo bien palpable a los orientales y a los brasileños; y el medio de difusión lo constituyeron los manifiestos que se transcriben. Para exhortar a las tropas de su mando, Lavalleja y Rivera les decían: "Amigos: Vuestros Jefes os saludan, llenos del afecto con que siempre habéis distinguido nuestras personas y animados de vuestro decidido patriotismo, luego que nos habéis visto unidos para salvar nuestra digna patria os entregasteis al impulso y sin trepidar un solo momento han volado a seguirnos; nuestra gratitud será eterna, nueva muestra de vuestra noble confianza; nosotros afianzaremos hasta llenar vuestras dignas esperanzas y corresponderemos en un todo a vuestro empeño sagrado. Nosotros confiamos con vuestra constancia para la consolidación de la grande obra. Sed constantes orientales, y no separéis de vuestra vista el precioso objeto de la revolución; es preciso que averigüéis en vuestro seno todas las virtudes que os han hecho hijos de la grandeza: no manchéis un renombre tan glorioso con una conducta vil; vuestros Jefes y amigos os suplican y mandan que respetéis al vecindario, su familia y sus haberes; ellos han prodigado el fruto desunidor, minorando el alimento de sus hijos para facilitar la empresa; la sangre con que se han regado los campos que han servido de teatro a nuestras glorias, es la de los amigos, hermanos y parientes; todo lo han perdido en la empresa y conformados esperan recibir por nosotros su libertad, su sociego y respetados como propios ciudadanos de un país libre... —• Arroyo de la Virgen, 5 de mayo de 1825".[16]
Tratando de estimular en las tropas brasileñas sentimientos de solidaridad con la causa que los patriotas representaban, era ésta su exhortación: "Don Fructuoso Rivera y don Juan Antonio Lavalleja, a quienes muchos de vosotros conocéis, tienen la satisfacción de saludaros y haceros saber que el Brasil en 1822 descortinó sus miras y aclamó su independencia. Portugal hacía más de diez años que preveía estas consecuencias, y para frustrarlas maquinó la injusta invasión de este territorio en el año 16, pretextando mediar nuestras diferencias..." "Vosotros brasileños conocisteis esto mismo cuando os resolvisteis en 823 a despedazar el yugo y proclamar vuestra Libertad e Independencia, pero la maliciosa política de esos tiranos tendió nuevos lazos a vuestra incauta fe, para haceros volver a vuestra antigua servidumbre y de acuerdo el hijo con el padre tuvieron la osadía de echar por tierra el soberano Congreso que habíais instalado, cuya representación entorpecía sus miras ambiciosas". "Tropas Brasileñas. Jefes, Oficiales superiores, inferiores y soldados: Nosotros os hablamos con la verdad que nos es característica; si vosotros sois liberales, ¿por qué queréis desmentir vuestros principios oponiéndoos a nuestra sagrada libertad? Consentid en, nuestras ideas y en nosotros y hallaréis hospitalidad y un comercio pacífico que estreche más y más los vínculos de nuestra perpetua amistad".[17]
En consonancia con la anterior exhortación, exponían a los vecinos brasileños: "Don Fructuoso de Rivera y don Juan Antonio Lavalleja, a quienes los más de vosotros conocéis de bien cerca, os hablan con toda la pureza de sus sentimientos, para aseguraros que sin embargo del desarrollo que este país ha hecho a nuestra dirección para proporcionarse su libertad justa, así como el Brasil ha proclamado la suya, esto era consiguiente, pero así misino la guerra no es movida contra vuestras personas y bienes, es solamente contra la fuerza armada que se oponga y quiera privarnos de nuestros derechos; por esta razón nos apresuramos a haceros sabedores de que podréis sin cuidado alguno quedar en la Provincia, seguros que en toda forma seréis respetados y protegidos por el Gobierno y de todos los que dependan de sus órdenes. La guerra será honrosa y terminará muy en breve, por cuanto nuestros derechos se reclaman solamente a libertar nuestro país. Los brasileños serán nuestros amigos toda vez que sin oposición evacúen la Provincia y se retiren a sus pertenencias. Vecinos brasileños: no despreciéis la oferta que os hacen vuestros amigos, en que os ofrecen su palabra de honor".[18] Cuando las tropas levantan su bandera en el Cerrito, Montevideo se dispone a sufrir una vez más la irritación de Lecor. Este hombre vulgar, que entonces había perdido hasta las buenas maneras, "desconfía de todos, arresta a muchos patriotas, desarma al pueblo y deja tan sólo las armas en manos de portugueses".[19]
Los sitiadores, en tanto, en número de 73, van a librar el primer lance con fuerzas de la plaza. Son Oribe, Manuel Lavalleja y Atanasio Sierra los que dirigen. El choque obliga a los imperiales a retirarse con precipitación.
Los reveses excitan la saña de los conquistadores y comienzan las prisiones y los confinamientos en el bergantín de guerra "Pirajá", que anclado en Montevideo, llena cumplidamente los más siniestros designios de Lecor. En "La Gaceta Mercantil" del 5 de mayo, se recoge la versión de que las prisiones han sido numerosas en Montevideo y de haber abandonado la ciudad, entre otros: Juan F. Giró, Juan Benito Blanco, Lorenzo Pérez, José Cátala, José Alvarez, León Ellauri, Emilio González, Ramón Massini, José Vidal, Manuel Vidal, Fernando Otorgués, Juan Pérez, Francisco Solano Antuña.[20]
Dentro del recinto de Montevideo fracasa entonces el proyectado movimiento de los pernambucanos: y las persecuciones continúan, y por todos los medios se trata de intimidar a la población, hasta llegar los brasileños a reclamar airados, "la trasplantación de todo hombre que hablase castellano".[21]
La empresa militar de los cruzados ha tendido todas sus líneas. Lavalleja se estacionará en el Pintado; Rivera quedará en el Durazno; Oribe y Calderón en el Cerrito; sobre las Vacas marchará desde Maldonado Leonardo Olivera; Simón del Pino mantendrá sus cuarteles en sus pagos de Canelones, y Manuel Durán operará en San José, mientras otras partidas atenderán los reclamos de la Colonia. Es la materialización de la obra estupenda de los cruzados. "Desbórdase la revolución hasta la frontera de Cerro Largo, sin quedar más puntos en poder de los brasileños, en la parte meridional del Río Negro, que Colonia y Montevideo."
Y es tal la sugestión y el arraigo del patriótico empeño, que según relato de un cronista digno de crédito, 600 hombres de caballería brasileña que se hallaban en Punta de Carretas cuando los orientales llegaron al Cerrito, permanecieron "en fría expectación" frente a las partidas que coronaban la eminencia, mientras la enseña de los Treinta y Tres se levantaba como la bandera de la mañana que entonces empezaba a clarear.
Internada la expedición en el territorio del país, ve multiplicarse a su paso el contingente de sus adeptos. En el trayecto hasta la barra de San Salvador "treinta o cuarenta hombres montaraces", buscan un lugar en las filas; y aquellos otros hombres, montaraces también, a su manera, los reciben con los brazos abiertos. No era raro que en un pueblo oprimido, todos los hombres montaraces se sintieran hermanos.
Próximos ya al pueblo de San Salvador, que por informes recogidos se hallaba ocupado por una fuerza enemiga como de cien hombres al mando de Laguna, la noche favorece sus planes y consiguen acercarse más, sin ser sentidos, pues los oficiales de la guarnición están de baile.[1] Advertido Laguna de la presencia de los patriotas, dispone que un oficial Balbuena vaya a reconocerlos. Al encuentro del emisario se adelanta don Manuel Lavalleja, quien preguntado por Balbuena sobre qué gente era aquélla, contesta Lavalleja: "Es la vanguardia del ejército libertador".[2] Instado para que se plegase al movimiento, Julián Laguna abandona el campo patriota después de conferenciar con Lavalleja, quien entonces le advierte "que lo iba a cargar inmediatamente".[3] Es el primer choque de las armas patriotas. La brega es corta y pronto sobreviene la dispersión de los imperiales. No exageraba don Manuel Oribe, cuando afirmaba en carta a don Luis C. de la Torre: "el 23 batimos en San Salvador a Servando Gómez y al Coronel Laguna, donde los dispersamos sin tirar un tiro y sí sólo a sable".[4] Al día siguiente entran los expedicionarios en Santo Domingo Soriano y el pueblo los recibe sin ninguna muestra de reserva. "En esta muy noble, valerosa y leal villa de Santo Domingo Soriano, puerto de la salud del Río Negro, en 24 días del mes de abril de 1825, los señores Justicia y Regimiento juntos y congregados en esta casa de nuestro Alcalde de primer voto, don José Vicente Gallegos, a pedimento del Comandante de las fuerzas armadas de la Patria, don Juan Antonio Lavalleja, que entró este día en esta villa, quien juntos nos pasó tres oficios: el 1° para que en el momento se mandaran aprestar las milicias del Departamento, que se hallaban bajo el mando de la Patria; el 2°, encargándonos el orden y sostén del vecindario y castigara a los malos, hasta la última pena si sus delitos así lo merecieran, y el 3°, privando todo auxilio a las fuerzas enemigas de la patria; cuyas contestaciones pasó nuestro Alcalde a nombre de este Cabildo; y no teniendo más que acordar, cerramos este nuestro acuerdo".[5] Con posterioridad los capitulares de Soriano dieron cuenta a Lecor "de la entrada de las fuerzas de la patria en esta Villa", y le acompañaron copia de los oficios de Lavalleja y de las contestaciones del Cabildo.[6]
La laboriosa gestación está dando sus primeros frutos. La campaña, hasta entonces oprimida, corre a agruparse en torno de los que vienen a salvarla. De linde a linde hay como un estremecimiento de nueva vida. Son las fuerzas dormidas, pero no muertas, que vuelven a recuperar el impulso inicial. "Vamos a tener patria, y si tan pronto la tenemos se lo debemos a su coraje y decisión".[7] No hacía Santiago Vázquez sino reflejar la nota dominante de este ambiente alborozado, cuando expresaba a Lavalleja: "La suerte de la Banda Oriental puede estar sujeta a accidentes y alternativas, pero jamás lo estará la carrera majestuosa que V. y sus dignos compañeros se han abierto para la inmortalidad".[8]
"La Gaceta Mercantil" de Buenos Aires es bien explícita respecto de la magnitud del pronunciamiento, cuando haciéndose eco de informes de un individuo conductor de la noticia, expresa que "quedaban con el valiente Lavalleja más de 200 hombres a los que se "agolpaban" en cada momento los desgraciados "orientes", ansiosos de vengar la opresión en que los pusieran la traición y aspiración de un Imperio".[9]
En su número del 4 de mayo refiere "El Argos" el banquete con que los ingleses habían celebrado el 23 de abril, en la fonda de Faunch, el día de San Jorge; y entre los brindis pronunciados, reproduce uno del gran patriota Pedro Trápani, cuyo tono revela las esperanzas que los sucesos alentaban en los nativos. Dice así: "Porque se consigan los esfuerzos que hacen los patriotas por libertar una pequeña parte de este continente que aún gime bajo las ignominiosas cadenas de los déspotas. Hablo, señores, de la linda y desgraciada Banda Oriental, cuyos hijos han demostrado ser tan dignos enemigos de los ingleses en la guerra como amigos sinceros de ellos en la paz".[10] El mismo periódico, en suelto del 14 de mayo, asegura que los pueblos de la Banda Oriental llegarán a ser libres de sus opresores porque sus sacrificios y su resolución así lo exigen".
Prosigamos el relato de los hechos. Mientras los cruzados tentaban sus primeros pasos, Rivera había dado cuenta a Félix Olivera, de "haber desembarcado en el Arenal Grande como 50 o 60 hombrea, los más oficiales, con Dorrego y Lavalleja", los cuales, según agregaba, "dispersaron al Coronel Laguna, que se hallaba sólo con 12 hombres en San Salvador".[11] La noticia había partido quizá de Buenos Aires, pues el Cónsul del Imperio, Pereira Sodré, anunciaba al Gobernador de la Colonia, el 18 de abril, que habían pasado para esta banda, "Lavalleja, Manuel Oribe, Alemán y juntamente algunos oficiales más con 20 o 30 soldados con bastante armamento y dinero".[12] A su vez el Gobernador de la Colonia respondía a este oficio, manifestando que "el señor brigadier don Frutos por estos días estará sobre ellos con 500 hombres".[13] El suceso de Monzón desbarata después los cálculos de los imperiales, y la revolución se extiende, rotas ya las únicas vallas que detenían todavía su natural expansión. El prodigio se cumple. Es siempre el pasado que vuelve para combinar la disposición de las cosas y dirigir las voliciones de los hombres conforme a un plan providencial. Lavalleja y Rivera están juntos otra vez. Son los hombres de 1817 que vuelven. Es la consigna y hay que cumplirla. Quizá en la noche, cuando el reflejo de los fogones iluminó con su luz mortecina y gloriosa la paz del campamento, ahora todo uno, aquellos dos hombres, que acababan de sacrificar sus rencores y reservas, debieron sentir que la suerte toda de la patria estaba en sus manos. Todo vuelve a lo que antes fue. Al cabo de los años transcurridos, las manos se estrechan y los corazones se entienden. Es el milagro de la voluntad cuando es cosa del corazón lo que la mueve.
El 2 de mayo Lavalleja escribe a su esposa, doña Ana Monterroso, desde San José: "El 19 de abril salté en tierra con los 33 patriotas; el 23 ataqué a don Julián Laguna y a Servando en San Salvador. El 24 entré en Soriano. No quise atacar a la Capilla de Mercedes por evitar un desorden en los vecinos de aquel pueblo. Continué mi marcha al interior de la campaña y tuve noticia que don Frutos venía en marcha de la Colonia a incorporarse a una fuerza de 300 portugueses que cruzaban la campaña, y ésta fue cortada por nosotros. Desatendí todas las atenciones y me propuse perseguirlo, y el 29 a las once de la mañana lo tomé con seis oficiales que le acompañaban y 50 y tantos soldados".[14]
Los patriotas siguen sin obstáculos su marcha, y después de pasar por Canelones, llegan en la mañana del 7 de mayo al Cerrito de la Victoria. "El corto escuadrón desplegóse al galope por retaguardia de la cabeza en batalla, contestando al unísono a una arenga breve de su jefe, en tanto el porta elevaba la bandera en la cumbre del pequeño calvario, sitio de históricas leyendas."[15]
Ya se insinuó antes que el acuerdo entre Rivera y Lavalleja fue un factor decisivo en la marcha de la revolución. Comprendiéndolo ellos así, quisieron hacerlo bien palpable a los orientales y a los brasileños; y el medio de difusión lo constituyeron los manifiestos que se transcriben. Para exhortar a las tropas de su mando, Lavalleja y Rivera les decían: "Amigos: Vuestros Jefes os saludan, llenos del afecto con que siempre habéis distinguido nuestras personas y animados de vuestro decidido patriotismo, luego que nos habéis visto unidos para salvar nuestra digna patria os entregasteis al impulso y sin trepidar un solo momento han volado a seguirnos; nuestra gratitud será eterna, nueva muestra de vuestra noble confianza; nosotros afianzaremos hasta llenar vuestras dignas esperanzas y corresponderemos en un todo a vuestro empeño sagrado. Nosotros confiamos con vuestra constancia para la consolidación de la grande obra. Sed constantes orientales, y no separéis de vuestra vista el precioso objeto de la revolución; es preciso que averigüéis en vuestro seno todas las virtudes que os han hecho hijos de la grandeza: no manchéis un renombre tan glorioso con una conducta vil; vuestros Jefes y amigos os suplican y mandan que respetéis al vecindario, su familia y sus haberes; ellos han prodigado el fruto desunidor, minorando el alimento de sus hijos para facilitar la empresa; la sangre con que se han regado los campos que han servido de teatro a nuestras glorias, es la de los amigos, hermanos y parientes; todo lo han perdido en la empresa y conformados esperan recibir por nosotros su libertad, su sociego y respetados como propios ciudadanos de un país libre... —• Arroyo de la Virgen, 5 de mayo de 1825".[16]
Tratando de estimular en las tropas brasileñas sentimientos de solidaridad con la causa que los patriotas representaban, era ésta su exhortación: "Don Fructuoso Rivera y don Juan Antonio Lavalleja, a quienes muchos de vosotros conocéis, tienen la satisfacción de saludaros y haceros saber que el Brasil en 1822 descortinó sus miras y aclamó su independencia. Portugal hacía más de diez años que preveía estas consecuencias, y para frustrarlas maquinó la injusta invasión de este territorio en el año 16, pretextando mediar nuestras diferencias..." "Vosotros brasileños conocisteis esto mismo cuando os resolvisteis en 823 a despedazar el yugo y proclamar vuestra Libertad e Independencia, pero la maliciosa política de esos tiranos tendió nuevos lazos a vuestra incauta fe, para haceros volver a vuestra antigua servidumbre y de acuerdo el hijo con el padre tuvieron la osadía de echar por tierra el soberano Congreso que habíais instalado, cuya representación entorpecía sus miras ambiciosas". "Tropas Brasileñas. Jefes, Oficiales superiores, inferiores y soldados: Nosotros os hablamos con la verdad que nos es característica; si vosotros sois liberales, ¿por qué queréis desmentir vuestros principios oponiéndoos a nuestra sagrada libertad? Consentid en, nuestras ideas y en nosotros y hallaréis hospitalidad y un comercio pacífico que estreche más y más los vínculos de nuestra perpetua amistad".[17]
En consonancia con la anterior exhortación, exponían a los vecinos brasileños: "Don Fructuoso de Rivera y don Juan Antonio Lavalleja, a quienes los más de vosotros conocéis de bien cerca, os hablan con toda la pureza de sus sentimientos, para aseguraros que sin embargo del desarrollo que este país ha hecho a nuestra dirección para proporcionarse su libertad justa, así como el Brasil ha proclamado la suya, esto era consiguiente, pero así misino la guerra no es movida contra vuestras personas y bienes, es solamente contra la fuerza armada que se oponga y quiera privarnos de nuestros derechos; por esta razón nos apresuramos a haceros sabedores de que podréis sin cuidado alguno quedar en la Provincia, seguros que en toda forma seréis respetados y protegidos por el Gobierno y de todos los que dependan de sus órdenes. La guerra será honrosa y terminará muy en breve, por cuanto nuestros derechos se reclaman solamente a libertar nuestro país. Los brasileños serán nuestros amigos toda vez que sin oposición evacúen la Provincia y se retiren a sus pertenencias. Vecinos brasileños: no despreciéis la oferta que os hacen vuestros amigos, en que os ofrecen su palabra de honor".[18] Cuando las tropas levantan su bandera en el Cerrito, Montevideo se dispone a sufrir una vez más la irritación de Lecor. Este hombre vulgar, que entonces había perdido hasta las buenas maneras, "desconfía de todos, arresta a muchos patriotas, desarma al pueblo y deja tan sólo las armas en manos de portugueses".[19]
Los sitiadores, en tanto, en número de 73, van a librar el primer lance con fuerzas de la plaza. Son Oribe, Manuel Lavalleja y Atanasio Sierra los que dirigen. El choque obliga a los imperiales a retirarse con precipitación.
Los reveses excitan la saña de los conquistadores y comienzan las prisiones y los confinamientos en el bergantín de guerra "Pirajá", que anclado en Montevideo, llena cumplidamente los más siniestros designios de Lecor. En "La Gaceta Mercantil" del 5 de mayo, se recoge la versión de que las prisiones han sido numerosas en Montevideo y de haber abandonado la ciudad, entre otros: Juan F. Giró, Juan Benito Blanco, Lorenzo Pérez, José Cátala, José Alvarez, León Ellauri, Emilio González, Ramón Massini, José Vidal, Manuel Vidal, Fernando Otorgués, Juan Pérez, Francisco Solano Antuña.[20]
Dentro del recinto de Montevideo fracasa entonces el proyectado movimiento de los pernambucanos: y las persecuciones continúan, y por todos los medios se trata de intimidar a la población, hasta llegar los brasileños a reclamar airados, "la trasplantación de todo hombre que hablase castellano".[21]
La empresa militar de los cruzados ha tendido todas sus líneas. Lavalleja se estacionará en el Pintado; Rivera quedará en el Durazno; Oribe y Calderón en el Cerrito; sobre las Vacas marchará desde Maldonado Leonardo Olivera; Simón del Pino mantendrá sus cuarteles en sus pagos de Canelones, y Manuel Durán operará en San José, mientras otras partidas atenderán los reclamos de la Colonia. Es la materialización de la obra estupenda de los cruzados. "Desbórdase la revolución hasta la frontera de Cerro Largo, sin quedar más puntos en poder de los brasileños, en la parte meridional del Río Negro, que Colonia y Montevideo."
Y es tal la sugestión y el arraigo del patriótico empeño, que según relato de un cronista digno de crédito, 600 hombres de caballería brasileña que se hallaban en Punta de Carretas cuando los orientales llegaron al Cerrito, permanecieron "en fría expectación" frente a las partidas que coronaban la eminencia, mientras la enseña de los Treinta y Tres se levantaba como la bandera de la mañana que entonces empezaba a clarear.
- ↑ Spikerman. op. cit.
- ↑ De María, op. cit.
- ↑ Spikerman, op. cit.
- ↑ De María op. cit.
- ↑ Archivo General Administrativo. Libro de Actas del Cabildo de Soriano.
- ↑ Archivo General Administrativo. Libro de actas del Cabildo de Soriano.
- ↑ Carta de José J. Muñoz a Lavalleja. Colección Lamas. Archivo y Museo Histórico.
- ↑ Colección Lamas, Archivo y Museo Histórico.
- ↑ Biblioteca Nacional. Buenos Aires.
- ↑ El Argos, núm. 146. Biblioteca Nacional, Buenos Aires.
- ↑ Catálogo de la Correspondencia Militar del año 1825.
- ↑ Deodoro de Pascual, op. cit.
- ↑ Deodoro de Pascual, op. cit.
- ↑ De María, op. cit.
- ↑ Acevedo Díaz, Grito de Gloria.
- ↑ Archivo y M. Histórico, papeles del Juzgado de San José (copia).
- ↑ Archivo y Museo Histórico (copia).
- ↑ Archivo y Museo Histórico (papeles del Juzgado Letrado de San José).
- ↑ De la Sota, manuscrito citado.
- ↑ Núm. 461. Biblioteca Nacional, Buenos Aires.
- ↑ De la Sota, manuscrito citado.
Rosende de la Sierra, Petrona (1787 - 1863) |
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Fue la primera mujer oriental que publicó versos. Nació en Montevideo, el 18 de Ocubre de 1787. Sus padres Manuel Rosende y Rita Jordán, eran oriundos de España. El primero de Enero contrajo matrimonio con José de la Vega, y a su fallecimiento, en segundas nupcias, el primero de Marzo de 1812 con José Agustín Sierra, padre de Atanasio Domingo Sierra Rodriguez, uno de los integrantes de la cruzada libertadora de 1825. En la época de la dominación lusobrasileña, emigró de la Provincia Oriental radicándose en Buenos Aires, donde dirigió el periódico "La Aljaba", de carácter exclusivamente femenino, que apareció desde el 16 de noviembre de 1830 hasta el 14 de enero de 1831. Su colección consta de 18 números. Los principales temas que analizó o a los cuales se refirió "La Aljaba", en la que difundió su concepción clasicista de la mujer en sociedad, fueron "Educación de las hijas, Amor a la patria, La mujer en el alma de las acciones del hombre, Religión y prueba de la existencia de Dios", demostrada por sus obras, "Beneficiencia, A los opositores a la instrucción de las mujeres, El lujo es perjdicial a la tranquilidad doméstica. E noviembre de 1835 inauguró loa cursos que dictó en su Casa de la Educación para Señoritas. Los trabajos escolares, según un anuncio publicado en el "Estandarte Nacional", consistían en leer con ortografía, escribir con elegancia y claridad, contar gramática aplicada (no de memoria como se enseña en lo general), coser, marcar, bordado, etc. etc... La poetisa y educacionista uruguaya tubo que sobrellevar en su extensa vida varias adversidades, entre ellas, la muerte en las guerras civiles de sus hijos Banjamín y Anacleto y la de su hija Máxima, fallecida un mes después de haber contraído anlace. Falleció a los 75 años de edad, en Montevideo, el 28 de enero de 1863. Su tiempo de poetisa, reflejó del academismo español, había terminado con la introducción hacia 1840 del romanticismo en las letras nacionales. |
Diario HOYCANELONES
La Cruzada Libertadora (11/04)
A partir de 1820 se consolida la dominación portuguesa que
luego cuando Brasil proclame su independencia se convertirá en
brasileña.
Este hecho provocó levantamientos de liberación en nuestro
territorio que fueron sofocados y sus sostenedores, como los
integrantes de la Sociedad “Caballeros Orientales”, debieron
refugiarse en Argentina.
La mala administración brasileña, con Lecor a la cabeza
produjo gran descontento en comerciantes y hacendados que
contribuyó a preparar el terreno a la “Cruzada Libertadora”.
Habían comenzado a reunirse en la casa de comercio que
regenteaba don Luis Ceferino de La Torre y en el Saladero de
don Pascual Costa.
En el primero de estos lugares, enterados los patriotas de la
victoria del Mariscal Sucre sobre el último de los ejércitos
españoles en el continente en diciembre de 1824, decidieron
firmar un compromiso jurando sacrificar sus vidas en la la
empresa de liberar a su patria. La Provincia Oriental era el
único territorio de Sud América que era aún dominado por el
poder extranjero.
Siete fueron los patriotas iniciadores que contrajeron este
heroico compromiso: Don Juan Antonio Lavalleja, su hermano Don
Manuel, Don Manuel Oribe, Don Luis Ceferino de La Torre, Don
Pablo Zufriategui, Don Simón Del Pino y Don Manuel Meléndez,
nombrando unánimemente a Don Juan Antonio Lavalleja jefe de la
empresa.
Se siguieron reuniendo y el número de participantes fue
aumentando gradualmente.
Se constituyó una comisión encargada de colectar auxilio en
dinero y pertrechos que obtuvo la contribución pecuniaria
tanto del gobierno como de acaudalados vecinos de Buenos
Aires.
También era necesario lograr el apoyo de los patriotas que se
hallaban en la Provincia Oriental , y con tal fin Don Atanasio
Sierra, Don Manuel Freire y Don Manuel Lavalleja tomaron
contacto en la otra orilla con algunos hacendados que sabían
iban a apoyarlos.
Entre los primeros es de destacar a Tomás Gómez, quien se
comprometió a proporcionar las caballadas que esperarían en la
costa del Uruguay a los patriotas provenientes de Buenos
Aires.
El desembarco...
Divididos en dos grupos los expedicionarios zarparon desde la
playa de San Isidro el 1° y el 15 de abril de 1825
respectivamente, reuniéndose en la Isla de Brazo Largo, en el
delta del Paraná, donde los primeros aguardaron varios días a
los restantes. Desde allí armados con dos tercerolas y dos
sables cada uno, partieron en dos lanchones en la noche del 18
, y luego de burlar a los barcos brasileños que patrullaban el
río desembarcaron en la playa de la Agraciada al amanecer del
siguiente día 19 de abril de 1825.
No fue fácil la travesía cuenta Spikerman que “el río estaba
cruzado por lanchas de guerra imperiales y, por consiguiente,
emprendimos marcha en la noche. A las siete, habiendo navegado
como dos horas, nos encontramos entre dos buques enemigos, uno
a babor y otro a estribor ; veíamos sus faroles a muy poca
distancia; el viento era Sur, muy lento, y tuvimos que hacer
uso de los remos”.
Juan Antonio Lavalleja, Jefe de la expedición tomó entonces la
bandera y dirigió a los hombres una proclama”llena de fuego y
patriotismo” que culminó con el juramento de los treinta y
tres hombres de LIBERTAR LA PATRIA O MORIR POR ELLA.
Así comenzó nuestra epopeya nacional de 1825, en el transcurso
de ese año, los orientales darían ejemplo de patriotismo y
valentía luchando solos contra el poderoso ejército imperial y
venciéndolo en dos gloriosas batallas: Rincón y Sarandi pero
ya entonces todo el pueblo oriental unió sus destinos al de
aquellos héroes que habían despertado a la Patria.
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A partir de 1820 se consolida la dominación portuguesa que
luego cuando Brasil proclame su independencia se convertirá en
brasileña.
Este hecho provocó levantamientos de liberación en nuestro
territorio que fueron sofocados y sus sostenedores, como los
integrantes de la Sociedad “Caballeros Orientales”, debieron
refugiarse en Argentina.
La mala administración brasileña, con Lecor a la cabeza
produjo gran descontento en comerciantes y hacendados que
contribuyó a preparar el terreno a la “Cruzada Libertadora”.
Habían comenzado a reunirse en la casa de comercio que
regenteaba don Luis Ceferino de La Torre y en el Saladero de
don Pascual Costa.
En el primero de estos lugares, enterados los patriotas de la
victoria del Mariscal Sucre sobre el último de los ejércitos
españoles en el continente en diciembre de 1824, decidieron
firmar un compromiso jurando sacrificar sus vidas en la la
empresa de liberar a su patria. La Provincia Oriental era el
único territorio de Sud América que era aún dominado por el
poder extranjero.
Siete fueron los patriotas iniciadores que contrajeron este
heroico compromiso: Don Juan Antonio Lavalleja, su hermano Don
Manuel, Don Manuel Oribe, Don Luis Ceferino de La Torre, Don
Pablo Zufriategui, Don Simón Del Pino y Don Manuel Meléndez,
nombrando unánimemente a Don Juan Antonio Lavalleja jefe de la
empresa.
Se siguieron reuniendo y el número de participantes fue
aumentando gradualmente.
Se constituyó una comisión encargada de colectar auxilio en
dinero y pertrechos que obtuvo la contribución pecuniaria
tanto del gobierno como de acaudalados vecinos de Buenos
Aires.
También era necesario lograr el apoyo de los patriotas que se
hallaban en la Provincia Oriental , y con tal fin Don Atanasio
Sierra, Don Manuel Freire y Don Manuel Lavalleja tomaron
contacto en la otra orilla con algunos hacendados que sabían
iban a apoyarlos.
Entre los primeros es de destacar a Tomás Gómez, quien se
comprometió a proporcionar las caballadas que esperarían en la
costa del Uruguay a los patriotas provenientes de Buenos
Aires.
El desembarco...
Divididos en dos grupos los expedicionarios zarparon desde la
playa de San Isidro el 1° y el 15 de abril de 1825
respectivamente, reuniéndose en la Isla de Brazo Largo, en el
delta del Paraná, donde los primeros aguardaron varios días a
los restantes. Desde allí armados con dos tercerolas y dos
sables cada uno, partieron en dos lanchones en la noche del 18
, y luego de burlar a los barcos brasileños que patrullaban el
río desembarcaron en la playa de la Agraciada al amanecer del
siguiente día 19 de abril de 1825.
No fue fácil la travesía cuenta Spikerman que “el río estaba
cruzado por lanchas de guerra imperiales y, por consiguiente,
emprendimos marcha en la noche. A las siete, habiendo navegado
como dos horas, nos encontramos entre dos buques enemigos, uno
a babor y otro a estribor ; veíamos sus faroles a muy poca
distancia; el viento era Sur, muy lento, y tuvimos que hacer
uso de los remos”.
Juan Antonio Lavalleja, Jefe de la expedición tomó entonces la
bandera y dirigió a los hombres una proclama”llena de fuego y
patriotismo” que culminó con el juramento de los treinta y
tres hombres de LIBERTAR LA PATRIA O MORIR POR ELLA.
Así comenzó nuestra epopeya nacional de 1825, en el transcurso
de ese año, los orientales darían ejemplo de patriotismo y
valentía luchando solos contra el poderoso ejército imperial y
venciéndolo en dos gloriosas batallas: Rincón y Sarandi pero
ya entonces todo el pueblo oriental unió sus destinos al de
aquellos héroes que habían despertado a la Patria.
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El retrato del Sargento Gómez de los "33" | No esperaba, en verdad, a esta altura de mis estudios de iconografía histórica, que aun fuera estación para un hallazgo extraordinario como el que informa el descubrimiento del retrato de uno de los audaces patriotas desembarcados en la Agraciada el 19 de abril de 1825. El tema, semejaba un tema agotado ya, y agotado no de data cercana sino, antes bien, desde los muy lejanos días en que Blanes, hace setenta años, se documentaba con prolijidad y tesón característicos, para iniciar la pintura del famosa lienzo en que su pincel maestro eternizó el juramento de Lavalleja y su destemido grupo de compañeros. En justicia cabria decir que Blanes no buscó el retrato en cuestión pues en la lista que le servía para guiarse, el nombre de Gómez hallábase omitido. Y ha sido, todavía un libro mío, el que por incidencia provocó o deterrnlnó el hallazgo, justificando -con hechos- mi afirmación adelantada en 1928, en la página de la Iconografía del General Rivera, donde aludo a que, algunas veces, cualquier accidental lectura despertando un recuerdo o avivando una curiosidad hace que se ponga mano en un documento histórico olvidado o pospuesto. En el caso en cuestión el milagro lo ha realizado la noticia sobre la vida de Tiburcio Gómez, el último de los Treinta y Tres, que se registra en las "Fichas para un Diccionario Uruguayo de Biografías", contenidas en número de 550, en los dos últimos tomos de los Anales de la Universidad que recién acaban de publicarse.
Suplemento Dominical El Día s/f Gentileza de "Librería Cristina" Material nuevo y usado Millán 3968 (Pegado al Inst. Anglo) |
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